REFRANES VINATEROS

¡Ay, el vino! Desde que el mundo es mundo pocas cosas han sido tan traídas y llevadas, tan socorridas y sobadas en la jerga populachera. Siendo esto así, su influjo no podía menos de aportar una caudalosa afluencia a las fuentes de inspiración de nuestras buenas gentes. Y, ya que era en la taberna donde consumían sus ratos de ocio más dilatados, a ella le dedicaban el primero:

“Si en abril o mayo fue,
si en carnaval o cuaresma,
¡vive Dios que no lo sé!
Pero milagrosa fue
La invención de la taberna.
Porque allí llego sediento,
Pido vino de lo nuevo,
Mídenlo, dánmelo, bebo,
Págolo y voyme contento”

Y tan contentos como unas castañuelas que se iban repitiendo:

“Con pan y vino se anda el camino”

“El vino detrás de la miel,
sabe mal pero hace bien”

Y, llenando el vaso a rebosar, le alzaban entre sus manos rudas y callosas que lo mismo servían para acariciar un potrín recién nacido que para fustigar sin piedad al animal terco o al remolón, le decían, clavando en él sus ojos mientras se les hacía la boca agua:

“Vino Dios al mundo
y vino en cueros
y sólo vino para los zapateros”

Y en los tórridos veranos de Castilla acudían al porrón para mitigar su sed. Este se tornaba alegre y chispeante, merced al preciado caldo que atesoraba. Y, mientras se preparaban para degustarlo, con una impaciente avidez, le espetaban:

“Vino del revino vino,
vino de la verde mata,
que a los hombres más valientes,
les haces andar a gatas.
Tú eres vino, yo te empino,
Tú quieres volverme loco,
Yo te emboco,
Tu quieres ponerme lelo,
Yo te bebo.


Y luego escanciaban su contenido que refrigeraba sus resecas fauces.

Un típico recipiente era la botijilla de barro cocido, rematada por un pitorro muy angosto; tanto que había que taponarla con un palillo preparado a tal fin, por no fabricarse corchos de ese calibre. En ella se llevaba el vino al campo en el fardel de la merienda. Y, cuando “echaban las once”, aplanados por los rigores del sol de justicia, recurrían a ella para refrescar sus gaznates. Pero antes, en una especie de ritual, susurraban quedamente:

“¡Qué bien canta la cigarra!,
¡Qué bien canta el ruiseñor!,
mejor canta esta botija,
cuando hace clo… clo… clo…”

Y, estrujando el pitorro entre sus resecos labios, le propinaban tan profundas mamadas que les sabían a gloria y dejaban la botija medio temblando.

Y cuando alguno se aficionaba demasiado y llegaba a pasarse un pelín, nuestras abuelas, que eran un prodigio de perspicacia, le reconvenían amorosamente:

“El que se acuesta borrá
se levanta con resé
tiene mal gusto de bo
y le duele la cabé”

Pero al fin callaban resignadas y hasta ellas mismas ejercían cierta complicidad, pues recordaban aquello:

“Si quieres tener contento a tu maridillo,
después de las sopas dale un traguillo”

Y había que salvar la estabilidad y armonía familiar.

Y, como de bien nacidos es el ser agradecidos, siempre tenían un recuerdo para el considerado descubridor del invento y lo hacían así:

“Bendito sea Noé,
que hasta las viñas plantó”